Capítulo XXXI (séptima parte)
De vuelta al Tribunal Supremo de Justicia, los Guardias espoleaban a Azul y
a Astreo en la ruta hacia los calabozos, y el Hada parecía incluso más agitada
y nerviosa que su amiga Bella. “Seguro que Rubí y Esmeralda están afuera,
esperándome…, y yo ya voy vestida y maquillada, lista para dar un último
concierto”. Astreo adivinaba correctamente los pensamientos de su primogénita,
pero a diferencia de ella andaba cabizbajo, temiendo que como no se organizara
espontáneamente la gran manifestación a las puertas del Tribunal prevista por
Pushkin, el plan habría fracasado. Ninguno de los dos saldría con vida de su
breve estancia en la cárcel.
–Papá –dijo Azul de pronto, con un insólito tono esperanzado–, ¿recuerdas
la lección del capítulo ocho del tomo IV del Tratado de Astrología Elemental?
–No, creo que no.
–Sí, ya sabes…, la referente al punto débil de cada signo del Zodíaco dada su
correspondencia con una parte del cuerpo.
–Veo que no has olvidado nada –dijo Astreo con pereza, y prefiriendo que su
hija se callara para no disgustar aún más a los Guardias.
–¿Tú crees que esos puntos débiles sean reales?
–Supongo que si alguien está lo suficientemente convencido de que la
Astrología es una ciencia, y se sugestiona hasta el punto de creer ciegamente
que tiene un determinado punto débil…, entonces sí, sería una debilidad real.
Yo mismo me quejo a veces de los huesos y las articulaciones sólo por ser
Capricornio.
–¿Y qué harías si te dijese que el Guardia que tienes detrás es Piscis?
Astreo comprendiendo de inmediato el plan de su hija, aunque tampoco era
necesario ser una lumbrera para deducirlo. Ninguno de los dos era fuerte; sin
embargo, un pequeño golpe dado en el lugar adecuado podía causar un gran daño
al oponente.
–¡Pues le patearía los pies! –El Astrólogo le dio un pisotón al Guardia que
le seguía, y éste se retiró aullando de dolor.
Azul hizo lo propio con el que tenía delante, un acuariano sin lugar a
dudas (a ojos del chico-Hada, claro está); le dio un puntapié en las
pantorrillas y el hombre cayó doblado al suelo. El Guardia que tenía detrás
tuvo incluso menos suerte, ya era Escorpio y eso le valió un puñetazo en los
genitales.
–Escucha bien, papá: el que tienes delante es Tauro, y el de tu derecha
Géminis.
–Apuntaré al cuello y a los brazos, entonces. ¡Acabas de inventar un estilo
de lucha!
–¿Crees que saldremos de
ésta?
–Quién sabe, pero vale la pena intentarlo, ¿no crees?
–¡Guardias, a ellos! –gritó el Capitán del destacamento, que veía atónito
cómo dos simples civiles habían derribado ya a tres de sus hombres, y corría desde
el otro extremo del pasillo con el sable desenvainado, dispuesto a enfrentarse
a ellos.
–Haremos una parada más antes de ir al Tribunal Supremo. ¡Preparad la
escotilla! –ordenó Pushkin, y sus tres ayudantes corrieron escaleras abajo,
donde estaba el almacén del aerobarco y una rampa levadiza. Mientras tanto, el
Corsario maniobró con escasa destreza entre los edificios del Ensanche hasta
aterrizar junto al taller de Geppetto. El Titiritero y la Ceni salieron empujando
el carromato y lo metieron en el almacén del navío; Bella y la Cuidadora se
abrazaron, y el aerobarco pudo despegar otra vez rumbo a la Plaza de los Neones. Geppetto
y Pushkin se saludaron con más efusividad, incluso.
–No sabes cuánto me alegro de verte tan animado. ¡Y completamente
recuperado de al menos una de tus fobias, además! –le dijo el primero al
segundo, al ver a los mellizos.
–Déjalo ya; aún no ha llegado la hora de celebrar. ¿Pudiste hacer lo que te
pedí?
–Por supuesto, la imprenta funcionó de maravilla. ¿Quieres que los lance
ya?
–Ve preparándote, y comienza a hacerlo después de que sobrevolemos el Río.
Geppetto fue de nuevo bajo la cubierta, levantó el telón del carromato,
sacó los cientos de miles de panfletos que había impreso y abrió la escotilla,
dispuesto a arrojarlos tan pronto se encontraran sobre la orilla derecha, donde
estaban el Casco Antiguo, el Distrito Financiero y la plaza donde les aguardaba
la fiesta.
El Capitán de la Guardia Real –todo un Cáncer de nacimiento– cayó derribado
al suelo después de que Azul y Astreo le propinasen a la vez un fortísimo golpe
en el estómago. Mientras su atacante recuperaba el aire, Padre e hija pudieron
escapar del Tribunal Supremo de Justicia, y al hacerlo se encontraron en una
calle transversal a la Plaza de los Neones que también estaba abarrotada de
coches, peatones y curiosos. Entre tanto, otro destacamento de la Guardia Real
intentaba apartar a la multitud para llegar hasta ALICIA y detener de una vez
por todas el concierto.
–¡Tenemos que evitar que lleguen a la furgoneta! –gritó Azul al Astrólogo.
–Espera, veamos qué hacen ahora. Mira lo que se les viene encima…
Así lo hizo el chico-Hada: levantó la vista al cielo para ver aquello que
su Padre señalaba, y un panfleto le cayó sobre la nariz. Azul cogió el papel y
descubrió que alguien había impreso, en tinta azul, la verdadera Carta Astral
del Príncipe: aquella que redactó cuando sólo tenía siete años, y que su Padre
había descartado en beneficio de otra mucho más favorable para el Monarca.
–¿Por qué la conservaste, si me reñiste en su momento por escribirla?
–Era una prueba de tu talento, y a pesar de mi enfado, me sentí muy orgulloso de
tu habilidad y entereza…¿Cómo iba a tirar algo así a la basura?
–El Príncipe se va a disgustar muchísimo cuando la vea, ¡y llueven millones!
–Si quieren que la Astrología sea tu juez, que también lo sea para él.
Azul abrazó a su Padre, y al mirar de reojo hacia arriba vio cómo los panfletos
caían de un enorme aerobarco. El navío intentaba esquivar los dirigibles y
globos anclados a las agujas de los rascacielos para descender en el centro de
la plaza, y encallar justo detrás de la furgoneta donde ALICIA y su banda
tocaban los últimos acordes de la canción, despidiéndose de su público sin
esperar a los aplausos.
Azul y su Padre corrieron en esa dirección, mientras los peatones leían los
panfletos, y muchos de los conductores que seguían en sus coches salían para
despejar de papeles el parabrisas. Del coche de Astreo salieron también Aurora
y las Hadas, y las tres se fundieron en un nuevo abrazo con la recién liberada.
Pese al esfuerzo que pusieron las partes para que no se les corriera el rímel –eligieron una marca a prueba de agua especialmente para la ocasión–,
el reencuentro trajo no pocas lágrimas.
Así, en el centro de Plaza de los Neones y de cara al Tribunal, se
estableció la base de un modesto batallón que tenía el aerobarco por fortaleza.
Sus ocupantes bajaron de la nave y se sumaron a la feliz bienvenida de Azul,
que ahora peligraba a causa de la cercanía de la Guardia Real. Afortunadamente,
el estratega de la liberación de Zafiro había pensado en todo, y sabía que un
fortín no sería útil a menos que estuviese armado.
Aurora respondió a la seña que le hizo Pushkin abriendo el maletero del
coche de Astreo: dentro, una provisión de riquísimas tartas de cereza-bomba
aguardaba para ser utilizadas. En la furgoneta se escondía un segundo
cargamento, que quedó a disposición de los combatientes cuando la Pastelera descorrió
la puerta. La tropa al completo se relamió al verlas; en especial Hansel y
Gretel, que ya habían sido advertidos de que aquella receta contenía
ingredientes peligrosos para su salud y la de los Guardias.
Los mellizos recordaron a tiempo que dichos pasteles deben masticarse
lentamente a menos que uno quiera perder toda la dentadura. Pero antes de que
nadie más pudiera degustar la fina repostería de Aurora, hubo un momento de silencio
reclamado por el Príncipe Iván, que salió por la puerta principal del Tribunal
Supremo de Justicia acompañado de su escolta privada; también le seguían el
Juez, el Fiscal, parte del público y los periodistas que llenaban la Sala donde
se celebró la audiencia. Su Alteza parecía profundamente
irritada y decidida a acabar con aquella inoportuna rebelión; así pues, le
alegró descubrir que junto al aerobarco se hallaban reunidos todos los supuestos
responsables del incidente en El Caldero de Oro y de su secuestro, y concluyó que
si jugaba bien sus cartas, podría hacerlos desaparecer a todos con un solo
movimiento. Claro que la presencia de tantos testigos (más los que debía sumar
debido a las cámaras de televisión, con otros tres millones de espectadores
detrás) dificultaba la puesta en marcha de la opresión más violenta. Pero la
oportunidad no podía ser desaprovechada.
–Traed un lanzagranadas –dijo al Capitán de la Guardia Real.
–¡A sus órdenes, Su Alteza!
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