Capítulo XXIII (viernes)
Viernes
Y finalmente, llegó el viernes. El malhumorado Príncipe descubrió que ya nadie le dirigía la palabra cuando entró en el aula de clase, así que aprovechó la primera ocasión que tuvo para largarse a su dormitorio a recuperar allí el sueño perdido.
Cuando sonaron las seis campanadas de la tarde, todos los amigos de Rosa quisieron
acompañarla a su habitación otra vez, pero ella se negó rotundamente; les dijo
que quería estar sola un par de horas y que ya se verían después de la cena.
Ahora lo que le apetecía era dar un paseo, explicó; despejarse y regresar con más
ánimos..., o menos pena.
–Pobre Rosa, no soporto verla así –dijo Pippi mientras se abrazaba a Loa y
veía a su amiga marcharse a través del portón de la Academia, caminando
lentamente, como si arrastrara una carga muy pesada en aquel día ya de por sí
plomizo.
–Esto es injusto: ella se va a deambular triste y sola, mientras que el
Príncipe seguramente vuelva a salir esta noche para hacer de las suyas –Demian
hizo crujir sus dedos, y de haber tenido garras, habría buscado con qué
afilárselas.
–Si existiera una manera de encontrarle, podríamos al menos darle un susto
de muerte pillándole in fraganti
–señaló Canella con incipiente malicia.
Los compañeros miraron a Sinclair, que se encogió en hombros. A nadie debía
gustarle más que a él la idea de escarmentar al Príncipe, aunque intentara
disimularlo.
–No sé dónde pueda estar; quizás en su habitación, o puede que ya haya escapado. Me fue muy difícil seguirle en esta última semana. Pero si encontramos al Hada
y esperamos junto a ella, Iván no tardará en aparecer en escena...
Todos asintieron, se taparon la cabeza con las capuchas verdes de la
sudadera y pusieron las manos unas sobre otras, como los equipos de superhéroes
que acostumbran a ratificar así sus votos antes de aventurarse en una misión. Rosa
no era consciente de que su plan acababa de sufrir un pequeño revés por culpa
de sus compañeros, y marchaba hacia la tienda de Geppetto pensando que todo
estaba a punto de caramelo, en una de esas analogías culinarias que tanto
gustaban a Sinclair.
Haría uso de su coartada –es decir, de su melancólico paseo por las calles
de la Capital–
sólo durante un par de horas: el tiempo necesario para completar las últimas
dos visitas que requería su plan. Después regresaría a Grimm y estaría en su dormitorio
toda la noche, llorando la traición del Príncipe ante sus afligidos amigos, y
utilizándolos como testigos de que no había vuelto a salir del Campus. Aunque
le apetecía estar presente en el momento de consumar su venganza, lo más seguro
sería enterarse del éxito de la misma al día siguiente, a través de Internet o
de su radio-despertador.
La maquinaria había sido diseñada por Rosa para que funcionara sin tener
que darle cuerda; algunos engranajes habían comenzado a moverse desde hacía
días, y bastaba un pequeño empujón para poner el resto en marcha. Tan sólo
quedaban tres piezas estáticas, y cada acción de la chica se concentraba en
engrasarlas y ponerlas a punto.
Sacó el móvil de Sinclair de su mochila e hizo una llamada, mientras
caminaba frente al Gran Parque y disfrutaba de los muchos colores de las hojas
en el otoño, radiando sobre un fondo de nubarrones aciagos.
–¿Sí?
–Buenas tardes, ¿es el Señor Astreo Celeste?
–Un segundo, le pongo con él. ¡Señor
Astreo!
Rosa se maravilló de lo fácil que era conseguir el número de alguien en la
guía telefónica, y juró que el suyo nunca aparecería allí. Mientras esperaba a
hablar con el Padre de Azul, se fijó en que el horizonte estaba teñido del rojo
y naranja del atardecer, y pensó que la estampa que tenía ante sus ojos era
hermosa y demencial a la vez.
–Soy Astreo Celeste, ¿quién es?
–No me conoce, pero yo a usted sí. Y también a su hijo.
–¿Disculpe?
–Sí, el chico de pelo azul, aunque le quedan muy pocas horas como tal… Le
recomiendo darse prisa si quiere verle una vez más tal y como lo recuerda.
–No comprendo qué…
–Tiene que venir a la calle del Mercado Central, en la Capital antes de las ocho
de la noche, y esperar frente al único puesto de lotería que encontrará. Nada
más.
Dicho esto, Rosa colgó la llamada; Astreo no precisaba más indicaciones, y ella
se encontraba ya frente a la juguetería del Titiritero. La puerta estaba
cerrada, así que llamó al timbre; pronto salieron a recibirla los dos mellizos
pelirrojos y regordetes que había identificado en la pastelería como Gretel y
Hansel.
–¡Lo sentimos, vuelva mañana! El propietario ha tenido que salir –le
explicó Gretel.
–Ya lo sé. ¿Y vuestra Cuidadora dónde está?
–Aún no ha llegado. Fue a comprarse un vestido bonito y barato –dijo
Hansel.
–Esta noche tenemos una fiesta, ¡y nuestra madre también vendrá! –La niña
parecía contentísima, y a Rosa se le antojó cruel el haberles engañado con algo
tan delicado.
–¡¿Bella va a venir?! –la
Cenicero, que acababa de llegar cargada de bolsas y estaba
detrás de ella dejó de canturrear
Com que roupa, de Noel Rosa
tan pronto escuchó las palabras de Gretel.
–¡Sí, ha llegado una carta de la
Clínica diciendo que alguien tiene que ir a buscar a mamá hoy
mismo, porque ya está recuperada del todo!
–No me lo puedo creer… ¡Qué alegría, y justo a tiempo para el último
espectáculo de Azul! ¿Habéis hablado con ella para decírselo?
–Geppetto lo hizo, pero discutieron por teléfono y él tuvo que irse
–aclaró Hansel.
–Me parece muy extraño… Bueno, ahora me contaréis los detalles; tengo que
atender a esta clienta. Bienvenida a la Juguetería de Geppetto, ¿en qué puedo ayudarla?
La
Cenicero saludó así
a Rosa, e inmediatamente la reconoció como la chica que hacía una semana la
había insultado mientras limpiaba el bar. Su cabello rosa chicle era
inconfundible, así como la expresión de soberbia en su mirada.
–Tú… Espero que te gusten los puzzles, porque van a tener que reconstruirte
pieza a pieza cuando haya acabado contigo… –le susurró la Camarera.
–Cuánta agresividad, ¡eso me gusta! Sólo que la diriges hacia la persona
equivocada.
–¿De qué hablas? ¡No estoy de humor para juegos, niñata!
–Ni yo. Vengo a hablarte de Sapito.
La
Cenicero pidió a
los mellizos que fueran a su habitación y comenzaran a vestirse. Obedecieron a
regañadientes, ya que se habían sentado sobre sendas casitas de muñecas para
asistir en primera fila a la pelea entre su Cuidadora y una desconocida.
Rosa aprovechó de echar un vistazo al taller de su fallido padre adoptivo;
un auténtico horror vacui de relojes
de cuco, muñecas, marionetas y artilugios varios. El único producto que parecía
venderse bien era la línea de figuras y accesorios de las Tres Hadas (de las
cuales la Zafiro
estaba agotada, como anunciaba un cartel junto a la entrada); el resto
seguirían acumulando polvo hasta que los videojuegos dejasen de estar de moda –cosa
poco probable– o hasta que el Titiritero se los vendiera a precio de saldo al
misterioso protector de los huérfanos heliopolitanos.
La chica siempre se preguntó de dónde procedían aquellos regalos que todos
los años le dejaban en Navidad junto a la puerta de su habitación, y ahora
podía confirmar su sospecha de que era Klaus: en la tienda encontró una muñeca
idéntica a la que recibió hacía siete años, un radio-despertador que sólo se
diferenciaba en el color del que tenía en la mesilla de noche, y un joyero
tallado en madera que estaba tan vacío como el suyo, tras vender sus únicos
pendientes para financiar esta desquiciada travesura.
La
Cenicero
interrumpió los pensamientos de Rosa con el zapateo de su pie, pues estaba a la
espera de las noticias que aquella repelente chica le traía sobre su novio.
–Está bien, lo diré sin dar rodeos: Sapito te está engañando.
–¿Cómo te atreves a decir algo así sobre mi novio? ¿Además, quién eres tú
para…?
Rosa calló a la Ceni
enseñándole el teléfono con la foto de Iván y Azul besándose. No le apetecía perder más tiempo
en ese sitio que apestaba a barniz y la ponía enferma.
–Está algo borrosa, pero ahí tienes a Sapito y a tu mejor amiga besándose.
–¿De dónde la has sacado? –La
Cenicero se derrumbó sobre el mostrador al decirlo.
–Tomé la foto ayer, de madrugada, aunque han repetido el mismo espectáculo
durante semanas. ¡En fin, querrás echarte a llorar, maldecir y todo eso! Yo me
voy; mi trabajo aquí está hecho. Vamos, devuélveme el teléfono…
La Ceni obedeció con los ojos llenos de lágrimas y despojada
de toda voluntad; se arrodilló en el suelo y encorvó el cuerpo como un animal
herido y asustado. A Rosa no le convenía que aquel duelo repentino derribase a
su mejor aliada en la venganza contra el Hada Azul e Iván, así que la espoleó
un poco más antes de salir del local.
–Se han reído de ti y te han vuelto a utilizar de cenicero. ¿Acaso sabes
dónde está tu Sapito en estos momentos? Por lo que sé, su familia dará esta
noche una gran fiesta... Seguramente aproveche lo que queda de tarde con
Azul. El muy cerdo, ¡ni siquiera pudo engañarte con un Hada de verdad!
Rosa forzó la
risa para parecer aún más malvada, y se fue dando saltitos hacia la última
estación de su venganza. Como en aquella historia de una chica que va al bosque
a visitar a su abuelita y descubre que la espera un lobo… Sólo que en este caso
es la abuela quien espera a un lobo disfrazado de niña.
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