Capítulo XXIII (lunes)
Lunes
La primera semilla del plan de Rosa ya estaba plantada, pero debía florecer
antes del viernes; así pues, no bastaba con sentarse a esperar, porque había
trabajo por hacer y mucha tierra que abonar si quería que su venganza fuese
perfecta…, es decir: que tuviese una coartada para el viernes por la noche, que
nadie sospechara de ella por sus acciones pasadas, y que las consecuencias
fuesen tan destructivas, que en las vidas de los traidores no quedase nada en pie
y sólo crecieran malas hierbas a partir de entonces.
El lunes, Rosa salió a dar un
paseo después de clases. Llegó caminando hasta el Casco Antiguo y buscó una
casa de empeño cerca de la Plaza Mayor.
Casi no tenía objetos de valor, pero en una ocasión recibió pendientes de oro
como regalo de Navidad. Ahora sabía que provenían de Klaus; por tanto, le costaría menos
deshacerse de ellos que cuando no sabía quién se los había regalado (y se
imaginaba que eran la prueba de que sus verdaderos padres aún la echaban de
menos), así que los vendió por unas monedas y pudo regresar en metro al
Ensanche. También pasó por una librería especializada en textos escolares antes
de volver a Grimm y allí compró dos tomos I del Tratado
de Astrología Elemental, escrito por el profesor Astreo Celeste.
–¿Para qué quieres dos libros iguales? ¿No prefieres llevarte los tomos I y
II?
–Sé perfectamente lo que quiero –dijo Rosa–, pero gracias por su
sugerencia.
El Librero metió los textos idénticos en una bolsa y se los entregó a la
chica de pelo rosa, que se marchó sin decir nada más. Aquella compra no le
pareció tan extraña como cabría esperar, porque hacía menos de dos meses que un
Hada se había llevado veinticuatro ejemplares del mismo tratado. “Este libro
debe estar de moda, ¡tendré que comprar más!” especuló, y llamó a la editorial
para encargarlos.
Con el auricular aún en la mano, el Librero siguió a Rosa con la mirada a
través del cristal de la tienda y vio como la chica dejaba uno de los dos
textos recién comprados en medio de la calle, esperando a que un coche le
pasara por encima. El hombre se llevó las manos a la cabeza tras aquel
atropello literario, pero la propietaria del libro destrozado parecía
satisfecha: recogió del pavimento el resultado de su experimento, lo metió en
la bolsa y regresó sin prisa a la
Academia, mientras el buen hombre colgaba la llamada y
cerraba unos minutos (los que le llevaría beberse una tila en la trastienda).
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