Capítulo XVI (primera parte)
No hubo en ese
instante una sola rosa, en ningún florero o rosal, más colorada que la furiosa
Señorita Grimm. La chica lanzó lejos de sí el libro, se puso en pie y comenzó a
rebuscar en las habitaciones mientras berreaba; tenía que encontrar
urgentemente alguna pista que la llevase hasta Azul, ahora que su plan B
también había fracasado (¡porque el piso de Bella llevaba meses deshabitado!) y
había sido conducida hasta un callejón amplio, lujoso y bien decorado, pero sin
salida.
Escudriñó en los papeles del dormitorio de la
exDiseñadora, entre las facturas de luz y teléfono que encontró en un cajón de
la cocina, en las papeleras vacías, entre los cientos de juguetes que había en
la habitación de Gretel y Hansel y hasta en el oscuro cuartucho de la Cenicero.
Nada: ninguna señal excepto la fina capa de polvo que lo cubría todo, y que
avisaba de que en ese piso no había entrado nadie en mucho tiempo.
“¿Por qué es
todo tan complicado? ¿Cómo es que cada cosa que planifico sale mal?”, masculló
Rosa. “¿Por qué no puedo simplemente hablar con Azul, preguntarle cuál es mi
signo y acabar con esto? Se equivoca al
decir que no hay nada tan difícil como llegar a ser uno mismo; al parecer lo
más difícil viene primero, ¡y es saber quienes somos!”. La chica descargó
su estrés sobre las muchas almohadas de Bella, en una rápida sucesión de golpes
que levantó una polvareda invisible en la habitación de la Modista; se sentó
luego en su cama, aún agitada, y escondió la cara entre las manos.
El lecho era tan
blando, y Rosa se hallaba tan cansada, que tuvo ganas de acostarse allí y no
despertarse al día siguiente para ir a clases. Nunca antes se había ausentado,
pero su reciente estancia en el hospital hacía que pareciese una falta menos
grave de lo que siempre había creído. Es más, el saber que ella no era la única
que se fugaba de Grimm por las noches lo hacía parecer algo común y cotidiano.
Por otra parte, el adormecimiento profundo y libre de pesadillas que
experimentó con “Z”, en combinación con aquel lecho mullido, quizás podrían
aliviarla de sí misma y de los tormentos que últimamente le perseguían.
“Aunque, ¿no habrá sido el recordar mi pasado como Ricitos lo que espantó los
malos sueños mientras estuve en la Clínica? Dicen que lo que no te mata, te
hace fuerte…, siempre que se descarte una tercera posibilidad, claro está: ¡la
de que te vuelva loca!”.
Por suerte, poco
a poco regresó a ella el raciocinio perdido, y decidió que era mejor no quedarse
allí a dormir. Faltar por tercera vez a Grimm en una misma semana era tentar
demasiado a la suerte, cuando parecía evidente que su buena estrella no hacía
más que apagarse día a día (si es que alguna vez tuvo luz propia). Sólo le
quedaba proseguir la búsqueda y privarse del sueño como quien va de cacería…, pero
antes quiso despedirse de la posibilidad ya descartada y recobrar fuerzas, así
que se dejó mimar por la suavidad de la colcha unos minutos.
Rosa se acostó
en la cama, miró el techo alto y opresivo a través de la nube de polvo, e
inspeccionó con pereza el resto de la habitación. Cualquier admirador de las
prendas de la Modista habría encontrado estimulante el invadir la privacidad de
su taller doméstico; sin embargo, a ella le daba lo mismo estar allí que en
cualquier otro sitio. Jamás tendría dinero suficiente para comprar ninguna de
aquellos vestidos (ni siquiera estando inacabados), y no sentía ninguna
curiosidad por la vida íntima de los famosos. Aún así, se interesó por lo que
encontró sobre la mesilla de noche: una foto de Bella en la que aparecía joven
y sonriente, con su larga cabellera rubia, lisa e intacta. Era evidente que en
aquella época todavía conservaba la ilusión de estar viviendo su sueño. “Tenía
todo el derecho a estar triste, si es cierto que perdió algo tan hermoso.
¿Quién se cree Azul para despreciar sus sentimientos y forzarla a pedir
ayuda?”.
“¿Un Hada,
quizás?” se respondió la chica a sí misma. “Sí, el pobre iluso comienza a creer
en sus desvaríos. De otra forma, se hubiera limitado a hacer su trabajo y no
habría persuadido a Bella de ingresar en la Clínica Perrault. Actúa como lo
haría un Hada bienintencionada y carente de magia, aunque sólo sea un Astrólogo
impostor”. Rosa tenía tan recientes las artimañas de Iván, que sospechaba de
cualquiera que fuese por ahí ofreciendo ayuda, afecto y trozos de pastel. “En
cualquier caso, mejor no dudar de la habilidad ni de la bondad de Azul, ya que
dependo de ellas para saber quién soy”.
La chica se
levantó de la cama, buscó de nuevo el libro y anduvo con él en un último
recorrido por la casa. No tuvo más suerte que en las anteriores veces, y de
nuevo fue incapaz de encontrar alguna pista, ¡ni siquiera una foto de Gretel y
Hansel que le permitiera reconocerlos en la Escuela! Pero aún se topó con una
última y desagradable sorpresa que esperaba a ser descubierta en el dormitorio
de la Cenicero: dos pequeños frascos, rotulados cada uno con el nombre de un
mellizo, que contenían todos los dientes de leche mudados por ellos a lo largo
de los años.
La Cenicero
probaba así tener una faceta maternal ignota. “¡Triste asunto, aún más patético
que la impertinente caridad de Azul!”. Como la madre de los pequeños estaba
demasiado alelada como para hacer de Hada de los Dientes, la Cuidadora había
tenido que ocupar el lugar del ratón Pérez, y ser ella quien les procurara a
Gretel y Hansel la alegría de descubrir un par de monedas bajo la almohada.
Esos huesitos
diminutos y blancos parecían ser lo único en toda la casa que aún esperara el
regreso de sus habitantes, como las piezas restantes de un puzzle inacabado.
Rosa buscó diligentemente una servilleta en la cocina, abrió los frascos sin
dejar en ellos sus huellas dactilares y arrojó los dientes al retrete, tal y
como acostumbraba hacer en estos casos. Tiró dos veces de la cadena para
asegurarse de que desaparecían por el desagüe todas aquellas sonrisas rotas:
así ahogaría a un tiempo los recuerdos inútiles y la amargura de que no fueran
suyos..., además de la desilusión de comprobar que no existía ningún Hada de
los Dientes ni ningún ratón Pérez. ¡La verdadera razón de que nadie le dejara
monedas a ella era que no tenía ni Cuidadora ni padres!
Luego fue al
salón, encendió una lámpara junto al sofá y se sentó de nuevo con el libro
entre las manos. Otra vez estaba tensa y de mal humor, pero ya no cabían más
alivios temporales: tenía que descubrir a dónde habían ido Azul, los mellizos y
la Cenicero, y aprovechar el tiempo que quedaba de nocturnidad para darles
caza.
Comentarios