Capítulo XI (segunda parte)


Las horrendas campanadas de una torre cercana a la Escuela anunciaron el fin de las clases, y casi en el acto comenzó a salir un buen número de alumnos del edificio central. Todos caminaron (en lugar de correr, lo cual me pareció espeluznante) a los brazos de sus respectivas Cuidadoras, y se despidieron sin alegría de sus compañeros de clase.
Ninguno, sin embargo, caminó hacia la Cenicero, quien esperaba pacientemente con las manos cruzadas sobre el delantal, como si supiera de antemano que el niño o niña a su cargo sería el último en salir. Y así fue: un niño y una niña –gordos como las cebollas que cultivaba mi vecino Jack– aparecieron cuando los demás ya se habían marchado. Venían tambaleándose y resoplando a causa del agotamiento que aparentemente les producía el caminar los escasos veinte pasos que les separaban de su Cuidadora.
–¡No puedo más! ¡Lleva tú mi mochila! –dijo el niño rubicundo y obeso, extendiéndole el pesado bulto.
–¡Me estoy muriendo del hambre! Vamos a merendar… –y la niña, también pelirroja y rolliza, le entregó su mochila a mi amiga, quien a su vez me la pasó a mí.
–¡Cómpranos algo de comer! –insistió el pequeño tonel.
–No llevo dinero, y lo sabéis. Ya picaremos algo cuando lleguemos a casa.
–¡Pero quiero comer algo AHORA! –chilló la otra criatura.
Mamãe Eu Quero, versión de Carmen Miranda
Entonces la Cenicero comenzó a cantar una canción de su tierra natal, haciendo mofa de la insistencia de los niños. ¡Vaya voz la que escondía mi amiga tras una forma de hablar más bien tosca! Así se lo hice saber, pero ella estaba decidida a acabar el estribillo y sólo me dio las gracias con un guiño. Los mellizos se resignaron a caminar unos pasos atrás, cesando en su berrinche al saberse ignorados.
–¿Ya os habéis calmado? Muy bien, pues ahora es el turno de las presentaciones: este de aquí es Azul. ¡Vamos, decidle vuestros nombres! ¡No seáis maleducados!
Los dos niños miraron a la vez el color de mi pelo. Tenía que habituarme a aquella reacción si quería seguir utilizando ese seudónimo, pensé mientras me retocaba el flequillo para darle un aspecto más coqueto.
–Primero acláranos algo: el otro día dijiste que no debíamos hablar con extraños –dijo la chiquilla pecosa con sarcasmo.
–Gretel, acabo de decirte que es mi amigo… –respondió la Cenicero, divertida por la ocurrencia. El hincapié que hizo en el título que acababa de otorgarme (elevándome del rango de compañero de trabajo) le sirvió para informarme sin aspavientos de mi rápido ascenso.
–Podrá ser quien tú quieras, pero ¿acaso pretendes que finjamos que no es extraño? ¡Si tiene el pelo azul! –intervino el niño gordinflón e impertinente, que seguía enfurruñado.
–¡Hansel! ¡Te estás pasando! Además, vosotros tenéis el pelo rojo, ¡así que a callar! –Mi amiga se me acercó para hablar en tono confidente–. Perdónales; siempre están de mal humor hasta que meriendan por primera vez. Además, el otro día les pillé viendo la noticia del arresto del Flautista de Hammelin en el telediario, y tuve que darles la charla sobre “no hablar nunca con desconocidos”. Qué, ¿no conoces la historia del Flautista? Se te ve en la cara… No puedo creer que desconozcas el asunto, ¡si lo que ocurrió fue tan sórdido!
Y como si la sordidez fuera precisamente su mayor atractivo, decidió contarme de qué iba el asunto:
–Resulta que el desgraciado se dedicaba a esperar a la salida de los colegios privados de Hammelin. Cuando veía que un niño se alejaba de su Cuidadora, se acercaba a él, le decía que sus padres acababan de contratarle como Profesor particular y que debía llevarlo a su estudio para enseñarle a tocar la flauta. La mayoría de los niños se asustaba y llamaba desde el móvil para corroborar la versión de aquel personaje, pero alguno que otro picó el anzuelo y bueno, cómo decirlo…, ¡ese día acabó haciendo escalas!
–¡Qué espanto! –dije, alegrándome al mismo tiempo de que la Cenicero, pese a sus evidentes reticencias, no me metiera en el mismo saco de rareza que al Flautista.
–Así es, ¡por eso no debéis hablar jamás con extraños! –gritó la Cenicero a los mellizos, que se habían dedicado a hacerle muecas durante el tiempo que duró su relato–. Terminad ahora mismo de presentaros para que Azul pueda hablaros; ¡vosotros sí sois unos desconocidos para él!
–Somos Hansel y Gretel –dijeron al unísono con una diplofonía inquietante.
“No les conozco, y definitivamente no han estudiado conmigo. Tampoco me suena haber visto dos mellizos pelirrojos en la Academia, así que quizás estén todavía en la Escuela Primaria…, o puede que se hayan graduado hace ya un tiempo” divagó brevemente Rosa, tumbada sobre su cama y con aquel libro de edad incierta (como ella misma) entre las manos.
–¡No, no, no…! ¡Quiero que hagáis una presentación formal! Decidle a Azul vuestro signo y futura profesión –reclamó la Cenicero.
–Géminis –dije yo, sin darles tiempo a contestar.
–¡Hala!, ¿cómo lo has adivinado? –preguntó Gretel con asombro.
–¡Eso!, ¿cómo lo haces? –insistió mi amiga, no menos sorprendida.
–¿También puedes adivinar nuestra futura profesión? –quiso saber Hansel.
Sí que podía. Tan sólo con verlos, era capaz de deducir la disposición de los planetas y constelaciones en el momento de su nacimiento. Pero no era conveniente que hiciese más aspavientos de mi extraña habilidad, ni que cometiera el error de contradecir dos Cartas Astrales que posiblemente estarían amañadas, dada la buena posición económica que supuse a los padres de aquellos mellizos. ¿Qué derecho tenía yo de quitarles la ilusión?
–No, no puedo. Decídmela vosotros –respondí finalmente.
–¡Vamos a ser Supermodelos! –dijo Gretel con una mezcla de orgullo e incredulidad.
La Cenicero me miró con los ojos muy abiertos, intentando contener la risa. Aquella mujer era cruel, pensé; divertida y cruel a la vez, y eso me encantaba.
–Vaya, pues… Si es lo que realmente os gusta, ¡me alegro por vosotros!
Ninguno de los mellizos respondió. A mí se me encogió el corazón al imaginar a un padre y una madre que, con la mejor de las intenciones, habían pagado a un Astrólogo para que sentenciara a dos niños tan “hermosos” a una vida de regímenes y privaciones, contraviniendo su tendencia natural a no privarse de ningún placer dulce, ¡y todo por querer darles un futuro próspero!
–¿Y cuál es tu profesión, Azul? –preguntó Hansel con sana curiosidad.
–¡Voy a ser un Hada!
–¿Y tu signo?
–¡El del Hada!
Se hizo de nuevo el silencio.
–Definitivamente eres MUY extraño.
“Un momento… ¿Esto quiere decir que si Azul me viese, podría decirme cuál es mi signo? Eso sería un gran avance… ¡No, eso cambiaría por completo mi vida!” –pensó Rosa, y aquella idea ya no lo abandonaría ni en el sueño ni en la vigilia; muy al contrario, iría ganando fuerza con el paso de los minutos, las horas y los días.


Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
Lo primero: jaja El coro de la canción, mi equipo de fútbol lo ha modificado ¬ me he puesto de color carmín :S

Hansel y Gretel...
Debo confesar que no leí con placer su cuento y el Flautista me inquietaba, encantando como un vil viejo del saco. De nuevo, mi naturaleza gatuna sale a flote.

Con una amiga mexicana, debatimos por msn el significado tras los cuentos de los hermanos Grimm. Ella me contaba que una vez expuso sobre ellos en una disertación y la maestra le dijo que era una loca.
Galileo Campanella ha dicho que…
Pues su maestra es un poco corta de miras. El Sr. Bruno Bettelheim, autor de "Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas" no opinaría lo mismo..., ni sus decenas de miles de lectores, ni su agente literario, ni sus editoriales...

O también tienes a Gianni Rodari, a Vladímir Propp y a (ejem) Campanella... ¿Todos están locos? (yo estoy al borde, nada más).

¡Pero si los cuentos de hadas dan muchísimo de sí en cuanto a simbología, psicología y capacidad pedagógica!
Emily_Stratos ha dicho que…
¡Amén a todo eso!
Sara Grey. ha dicho que…
¡Quiero que Rosa y Azul se conozcan ya!
Sara Grey. ha dicho que…
Por cierto, me encanta el juego que has creado con los cuentos de los hermanos Grimm y el nombre del internado donde Rosa vive. Me está gustando mucho esta novela!
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Qué bien, me alegro mucho! Siempre es una inyección de ánimo descubrir que tengo lectoras y lectores que viven los capítulos tanto como yo al escribirlos.