Capítulo X (primera parte)


Rosa salió de su castillo de almohadas, descorrió las cortinas, abrió las ventanas y comprobó que el sol había salido hacía ya un buen rato. Se desperezó y se lavó los dientes, le quitó el pijama a Gato y se sentó en el escritorio a mordisquear su desayuno con sumo cuidado. La mañana del sábado resultó ser radiante y azul, como en los días más benignos del verano recién agotado.
Sin embargo, el ánimo de la chica era sombrío y otoñal, pues la lectura intensiva de El Blues del Hada Azul no había conseguido distraerla, ni evitar que ciertos pensamientos negativos sobre su supuesto novio –de quien no tenía noticias desde el día anterior– se le colasen en el ánimo, como los trocitos de manzana que se paseaban a través del agujero que dejó su muela al caerse.
–En fin, Gato… –soltó Rosa, y se interrumpió a sí misma con un bostezo–. Como siempre digo, “Una noche sin dormir es una noche sin pesadillas”.
–¡Miau!
Cuando acabó la fruta del desayuno, la chica regresó a su castillo de almohadas; se quitó el camisón bajo las sábanas (por si acaso las cámaras de la Guardia Real estuvieran encendidas en ese momento) y se vistió con la ropa de fin de semana: es decir, con las prendas más nuevas de su acostumbrado uniforme. Alguien como ella, que sólo recibía dinero y regalos por navidad, no podía darse el lujo de gastar en una vestimenta más original; debía conformarse con las camisas, faldas y zapatos que le proporcionaba la propia Academia al inicio del año escolar, y con administrar el dinero restante en pequeños y esporádicos caprichos, como el esmalte de uñas y el tinte rosa.
Ya vestida, cogió de nuevo su libro, se despidió de Gato y salió al jardín. Tardó un tiempo en acostumbrarse la claridad, y tuvo que utilizar la mano a modo de visera para proteger sus ojeras de camino al pino piñonero. El rocío se había evaporado, pero la naturaleza conservaba limpios sus colores después del baño matinal. Rosa parpadeó, se frotó los ojos y miró a su alrededor antes de sumirse de nuevo en la lectura. Azul no se había equivocado: aquel sería un día precioso, pese a todo.
La Cenicero salió del despacho de Pushkin poco después que yo, y lo hizo con el entrecejo fruncido, los puños apretados y esa forma tan graciosa de andar que tiene cuando está enfadada, como si marchara a La Guerra. No dijo nada; se limitó a zarandear violentamente los cojines del sofá, levantando una nube de polvo y expulsando a los ácaros del paraíso de suciedad en el que llevaban años viviendo pacíficamente.
Habría sido buena idea abrir la puerta del local y sacudir los cojines fuera, pero la dejé hacer (aunque acabara llena de cenizas de los pies a la cabeza); y es que a medida que los aporreaba, su ánimo parecía calmarse. Quizás por obra del cansancio, cuando acabó ya no estaba hecha una fiera, sino un animalito pequeño, rechoncho y dócil.
–Dime, ¿no te molesta que las Hadas te hayan pedido dinero por ayudarte? –preguntó de pronto, sin mirarme. Me sorprendió que la Cenicero me buscara conversación, y agradecí en secreto su acercamiento, pues a partir de ese día sería mi compañera de trabajo.
–Supongo que es lo normal –le contesté después de meditarlo–. “Quien algo quiere, algo le cuesta”. A fin de cuentas, el dinero sirve para procurarte aquello que necesitas; en sí mismo no vale para nada. ¿Sigues enfadada porque el Jefe te negó un aumento de sueldo?
–¡Pues claro! ¿A quién no le gustaría ganar mucha pasta? El dinero te da libertad y te permite ser independiente.
Rosa asintió y se alegró de que alguien (aunque fuese una Ilegal) dijera tan claramente lo que ella siempre había pensado. “¡Cuánto mejoraría mi vida si no dependiese de una miserable paga anual!”.
–Seguro, que te tocase la lotería estaría bien..., pero si no tienes tiempo excepto para trabajar (porque así es como realmente se gana el dinero), ¿en qué momento serías libre de disfrutarlo? Ahora estaré yo para echarte una mano, así que este sitio quedará limpio el doble de rápido y tú podrás tener más tiempo para vivir y gastar.
–Bueno, supongo que en eso sí tienes razón…
–A esto se le llama “ver el lado positivo de las cosas”. Apúntalo en tu libreta para futuras ocasiones.
 –Muy gracioso. Ahora que lo pienso, de haberme concedido el aumento, Pushkin no se habría cortado en exigirme aún más dedicación, ¡y eso que me estoy dejando los riñones en este bar! –la Cenicero abrió las manos y alzó los brazos, agitando de nuevo la nube de polvo y señalando sin querer toda la mugre a su alrededor, como si considerase un logro la paupérrima higiene del local–. Quizás ahora pueda echarme un novio que me saque de pobre y me quite de trabajar, ¡aunque dudo que se fije en mí con estas pintas!
Aquello nos hizo reír por primera vez, y de pronto intuí en la Cenicero a una amiga en potencia. No habíamos tenido el mejor comienzo, pero su sonrisa era una bonita promesa.
–Por cierto, tengo que preguntarle al Jefe qué día del mes cobramos y si puede darme un adelanto –Hablé mirando en dirección al despacho, y procurando que mis palabras quedaran suspendidas en el aire para que fuera la Cenicero y no el Tabernero quien aclarase mis dudas.
–Cobramos a fin de mes, como todo el mundo, y no te molestes en pedirle el adelanto. Las cosas no van bien últimamente: cada vez vienen menos clientes a consumir y quejarse de la selección musical. Además, no deberías interrumpirle durante su programa de radio: es el único momento del día en que descansa, echándose la siesta entre canción y canción.
–Vaya, qué pena… Realmente necesitaba que me dejara algunas monedas…
Parecía que haber conseguido un trabajo no iba a resolver mi problema de vivienda y alimentación hasta fin de mes, pero casi agradecí aquel revés: me iba a resultar difícil ahorrar para pagar los honorarios de las Hadas si comenzaba a llenarme de deudas con mi empleador tan de prisa. Tuve que aferrarme al palo de la fregona para no caerme del desánimo, ahora que comprendía que comer y dormir ya no sería algo placentero, vital y que podía dar por descontado, sino un gran obstáculo.
–¿Cómo encontraste este lugar? –preguntó la Cenicero, cambiando de tema.
–Pues… Rubí y Esmeralda se vieron involucradas en un incidente con la Guardia Real ayer por la mañana. Cuando escapaban, pude ver en qué callejón se escondían y seguirlas. Caminé en línea recta (creo) y El Caldero de Oro apareció al final del arcoíris, sin más.
–Qué extraño… ¡Así que basta con eso! –dijo la Camarera en un tono misterioso e introvertido que invitaba a nuevas preguntas.
–¿Basta con qué? ¿De qué hablas?
–Se dice que encontrar la Travesía del Arcoíris por cuenta propia es imposible, a menos que alguien que ya conozca el camino te traiga la primera vez. A partir de entonces puedes venir cuando quieras, pero seguirá estando oculta para el resto de la gente hasta que reciban su propia invitación. Es por eso que este barrio sirve de refugio a personas peculiares: Hadas, Ilegales (inmigrantes y autóctonos), súbditos antimonárquicos…
–¡Pues yo encontré la calle sin problema! –dije, lamentando que aquella anécdota fascinante no hubiera sido cierta, al menos en mi caso.
–Parece que es suficiente con seguir a alguien, o que eso cuenta como invitación. ¡Ahora me alegro de no haberme mudado aquí; esta calle no es tan segura como todo el mundo cree!
Rosa cerró el libro y miró a su alrededor. Estaba claro que el Príncipe no aparecería para darle las gracias por su encierro, ni por convivir con cámaras y micrófonos, ni por soportar los cotilleos de sus compañeros y los reproches de sus amigos. Grimm no ofrecía un panorama alentador para el fin de semana; en cambio, aquello que acababa de leer era la excusa perfecta para salir del Campus por primera vez en meses. ¿Qué podía retenerla allí? ¿Un novio ausente? ¿Un ambiente hostil, quizás?
Estaba decidido, ¡iría de excursión a la Travesía del Arcoíris! Quería conocer aquella calle secreta que parecía enroscarse en sí misma como la concha de un caracol; la de los edificios de colores, entre los que El Caldero de Oro destacaba por su negrura y suciedad.
Sin pensarlo más se puso en pie, volvió a su habitación, contó las poquísimas monedas de cobre que le quedaban y salió de Grimm por el portón principal, con el libro de Azul como guía de viaje y la mochila a modo de equipaje. ¡Cuán rápidamente la habían embargado las ganas de aventura, en relevo de su somnolencia matinal! La parada de metro de Grimm quedaba a unas pocas calles de distancia, y aunque su entrada estaba en obras y llena de tierra, pudo esquivar los escombros fácilmente, colmada como estaba de un renovado vigor.
El vagón –que no por ser sábado iba menos vacío– se encontraba repleto de gente que miraba a Rosa con curiosidad; nadie imaginaba que alguien con el uniforme de la prestigiosa Academia Grimmoire pudiera llevar el pelo de aquel color, ni un collar más propio de un perro que de una chica, ni que tuviera que utilizar un medio de transporte público para moverse por la ciudad. Además, ¿a dónde se dirigía con aquel libro de Astrología? A estudiar seguramente no, según dedujeron de su amplia sonrisa y del tamborileo de sus zapatos contra la puerta del vagón. Un anciano se dedicó a resoplar por la nariz durante todo el trayecto, y dos Amas de casa cambiaron repentinamente el tema de su conversación para hablar de lo desagradables que eran los jóvenes de hoy en día.
La chica, que no hizo ningún caso, bajó en la parada de Mercado Central, donde se mimetizó con la variadísima colección de personajes que paseaban por la calle y se sintió reconfortada al instante. Comenzó entonces a recorrerla de arriba abajo, entre la Plaza Mayor y el Paseo del Río, mirando con detenimiento todos los carteles de las vías transversales. Según el texto escrito por Azul, alguna de ellas debería ser la entrada a la Travesía del Arcoíris y tener un rótulo que así lo señalara.
No obtuvo resultados, a pesar de su determinación. ¡Allí era imposible orientarse, con tantas personas y mercancías en constante avalancha! Rosa pasó por una oficina de información turística donde le dieron un plano del subterráneo y otro del Casco Antiguo, pero pronto vio que el enrevesado mapa de la calle del Mercado Central no ofrecía ninguna indicio de la ubicación de la Travesía; sólo confirmaba que un montón de callejuelas desordenadas y sin nombre –vestigios de un barrio de otra época– salían y entraban de ella en completo anonimato, como el millar de peatones que la atravesaban comprando fruta, animales exóticos, pescado, libros, zapatos, fuegos artificiales y calendarios.
Después de recorrer la empinada cuesta un par de veces más, Rosa estuvo tan cansada y decepcionada que no pudo sino sentarse a la sombra de un puesto de verduras, para continuar allí con la lectura y ver si Azul ofrecía pistas más concretas sobre cómo llegar la Travesía, aunque dudaba que hiciera algo así en las páginas venideras: hasta ahora se había cuidado de no decir el nombre de sus Padres, ni el suyo, ni la dirección del hogar familiar…, sin embargo, no había tenido problemas en hablar de Pushkin ni en delatarle como dueño de una imprenta y una emisora sin licencia, o en afirmar que dos Hadas prófugas dormían en la primera planta de su vivienda-bar.
Era evidente que aunque sus memorias cayeran en manos de las autoridades (y no en las de un estudiante de Astrología, como había previsto), la Guardia Real jamás podrían encontrar su guarida gracias a la información contenida en ellas. Esa extraña historia sobre la invitación necesaria para encontrar la Travesía del Arcoíris había persuadido a Azul de ser cierta, ya que se permitió soltar la lengua y revelar la identidad de sus amigos, confiando en que aquella protección sobrenatural los guardaría a todos.
“Ya veremos” se dijo Rosa, y buscó la última página que había estado leyendo.

Comentarios

Nekane ha dicho que…
Galileo, me encantan los nombres de las estaciones de Metro. Por cierto, ¿hay alguna ciudad que te haya inspirado al imaginar Heliópolis?
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Hola Nekane! Me alegra ver que te has convertido en lectora habitual de Heliópolis. Supongo que las ciudades que más me influyeron a la hora de escribir la novela fueron Madrid, Barcelona, Nueva York y Praga, aunque luego descubrí lo mucho que se le parece Ámsterdam. Los más avispados podréis encontrar claras referencias a estas urbes, ¡incluso en la Travesía del Arcoíris, con todo lo peculiar que es!
Emily_Stratos ha dicho que…
“Una noche sin dormir es una noche sin pesadillas”

¿no tendrán un Halloween en Heliópolis? Así, al menos, Rosa tendría una noche divertida.

Ojalá les hubiesen permitido el deporte diario o correr por los pasillos, de ser así, ella habría gastado tanta energía que, al llegar la noche, tan sólo bastaría con echarse a la cama y cerrar los ojos.
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Sí que tienen Halloween, e incluso Navidad! Pero ya no recuerdan (o no importa) por qué celebran estas fiestas.

Supongo que lo mismo acabará pasando en el mundo real tras unas cuantas generaciones...